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LA REVISTA DEL PERONISMO LIBERAL Colección Noviembre 2009- Febrero 2011

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15 jun 2010

ANOTACIONES SOBRE LOS CAMBIOS EN EL AGRO ARGENTINO (DE ANCHORENA A GROBOCOPATEL)

por Daniel V. González


El día que todo empezó a cambiar

En marzo de 2008 algo hizo eclosión en la sociedad argentina.

Miles de hombres y mujeres de todo el país convergieron hacia las rutas, las cortaron y manifestaron con dureza su disconformidad con la política económica del gobierno de Cristina Kirchner hacia el sector rural.

Por su extensión, su impacto y sus consecuencias sobre la política argentina, la rebelión agraria puede compararse con el 17 de Octubre de 1945. Este parangón dista de ser exagerado: en aquella jornada histórica el país cambió de rumbo hacia un intento de industrialización fundado en una alianza social encabezada por el Ejército e integrada por la joven clase obrera urbana, una porción de los industriales locales volcados al mercado interno y vastos sectores sociales de la ciudad y la campaña, postergados durante décadas.


Esta vez, claro está, los protagonistas fueron distintos. Se trataba de un vasto conglomerado agrario de pequeños, medianos y grandes propietarios y arrendatarios, al que se sumaron también los peones rurales, los trabajadores y empresarios de las múltiples industrias y comercios vinculados al sector agrario (fabricantes de maquinarias e implementos para el agro, comerciantes de semillas, fertilizantes, etcétera) y anchas franjas de los pobladores de las ciudades y pueblos del interior del país.


En uno y otro caso, la Argentina toda tuvo noticias de la irrupción de una realidad económica y social ignorada, con aspiraciones a una reformulación de la distribución del poder político en el país. En uno y otro caso, la rebelión ha planteado y demandado la necesidad de un viraje político y económico en el rumbo nacional.


Podrá decirse que esta rebelión, en tanto tiene nuevos protagonistas, carece de la dimensión épica de aquellas jornadas de 1945, que el pobrerío que apoyaba la política industrializadora de Perón está muy lejos e incluso es antagónico de los chacareros que concurrían a los cortes de ruta en sus modernos vehículos de doble tracción, muchos de ellos propietarios de apreciables y valiosas tierras, pero ello no invalida en lo más mínimo el impacto político y económico de la revuelta rural, ni su legitimidad.


A partir de ahí, sin lugar a dudas, comenzó el ocaso del gobierno encabezado por el matrimonio Kirchner, iniciado cinco años antes y ratificado con la elección de Cristina Kirchner en octubre de 2007. La relación de fuerzas en la sociedad argentina ha cambiado y se ha abierto un nuevo camino que todavía carece de definiciones precisas. Pero el rechazo al anterior estado de cosas, ya es una definición contundente.


Los resultados de la rebelión agraria pudieron verse con claridad en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la que el oficialismo fue duramente derrotado en las urnas en las principales ciudades argentinas y en la Capital Federal. Miles y miles de votantes que seis meses atrás habían dado su apoyo electoral a Cristina Kirchner, mudaron su voto hacia las opciones opositoras. Y la razón determinante de este cambio fue el conflicto con el campo o, mejor dicho, el modo, los tonos y humores con los que el gobierno nacional enfrentó la crisis por las retenciones móviles.


La visión del nacionalismo de la posguerra


En el último cuarto del siglo XIX, Argentina se había insertado definitivamente en el mercado mundial como proveedora de alimentos y materias primas para la Europa desarrollada, especialmente Gran Bretaña, el “taller del mundo”. Si la federalización de Buenos Aires en 1880 marca el final de nuestras luchas civiles con el triunfo del Interior sobre la Capital, también señala el inicio de una prosperidad económica que parecía no tener límites. Hacia el Centenario, Buenos Aires –el núcleo esencial del país agrario y ubérrimo- era una ciudad comparable a las principales capitales de la Europa civilizada e industrial.


La discusión sobre el rumbo del país en los años previos, tras la caída de Rosas, se había manifestado en dos bandos ideológicos irreconciliables, con ideas y propuestas bien nítidas respecto de qué debía hacerse con la política económica nacional. El debate entre liberales y nacionalistas no era una simple confrontación de ideas abstractas sino un episodio en el que se expresaban dos conceptos, dos posibilidades, dos alternativas para el país en los años que vendrían.


Quienes vislumbraban en la posibilidad de un país industrial, abogaban por el proteccionismo aduanero, llave maestra para que la industria local, preservada de la competencia con los artículos producidos por el maduro capitalismo europeo, intentara alcanzar también su propio camino de crecimiento y consolidación manufacturera.


El liberalismo, al contrario, con su propuesta de libertad comercial sin límites, prácticamente condenaba todo atisbo industrialista y favorecía la consolidación de nuestro destino pastoril. Nuestro rumbo agrario estaba fuertemente favorecido por nuestras ventajas comparativas naturales. Si se pretendía la industrialización, ésta sólo podía venir de mano de la intervención estatal, el proteccionismo y la transferencia de una porción de la renta agraria hacia la industria naciente.


En varios momentos de su historia, Argentina debatió acerca de la industrialización. Primero, prácticamente desde la Revolución de Mayo, fueron las provincias interiores (y en parte el litoral) contra el gobierno de Buenos Aires que, en propiedad de la aduana, determinaba la política comercial para todo el territorio. Luego, hacia 1870, hubo un fuerte debate en la Cámara de Diputados de la Nación que tuvo como protagonistas a Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Lucio Vicente López y otros. Allí también se debatió qué política convenía al país en ese momento. Si un fuerte proteccionismo que favoreciera a la débil industria local o el librecambio que favorecía el camino hacia el desarrollo agrario y, muy probablemente, puramente agrario.


Hacia 1880 esa discusión concluye: las condiciones del mercado mundial y la debilidad de las fuerzas sociales que pudieran sostener con éxito una política de industrialización firme y coherente, sellaron el rumbo de la economía nacional por medio siglo, hasta la crisis de 1930.


Toda la economía nacional, durante esos cincuenta años, se ordenó en función del irresistible impulso del mercado mundial, que nos ofrecía la prosperidad al alcance de la mano, con sólo producir alimentos para el mundo industrializado. Pero este camino indujo el sacrificio de nuestra propia industrialización. Otros países, sin embargo, que para la misma época, estuvieron en situación similar a la nuestra (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) luego lograron industrializarse sin sacrificar su producción agraria.


Las voces que habían clamado por la protección industrialista, se llamaron a silencio ante la evidencia abrumadora de una prosperidad que venía de la mano de la producción agropecuaria. Recién hacia los años veinte aparece la voz solitaria de Alejandro Bunge que, en su libro Una nueva argentina, comienza a plantear, incluso con timidez, la necesidad de dar un giro en la economía.


La industrialización argentina comenzó de un modo tortuoso, no al abrigo de un planificado impulso estatal sino como consecuencia de nuestra desconexión obligada del mercado mundial, en razón de la caída del comercio mundial y la falta de divisas para importar. Esto ocurrió en 1930, con la crisis, debido a que el Reino Unido decidió priorizar a otras naciones –las integrantes del Commonwealth- en el intercambio comercial de alimentos.


La crisis significó para todos los países del mundo y también para el nuestro, importantes restricciones en la balanza comercial debido a la estrepitosa merma del comercio mundial. Con el descenso de nuestras exportaciones, el gobierno debió restringir las compras al exterior y muchos productos extranjeros fueron reemplazados por producción nacional. Cuando la crisis mundial comenzaba a ceder y el flujo comercial empezaba a restablecerse, sobrevino la guerra, que robusteció nuestro aislamiento y redobló el impulso a la industria naciente.


Esa industria incipiente se sumó a la ya existente y a los servicios que durante décadas había generado nuestra estructura agraria-exportadora (frigoríficos, ferrocarriles, sistema bancario y financiero, etc.) y fue el germen, junto con un Ejército con una fuerte vocación industrialista, del surgimiento del peronismo tras la revolución de 1943.


El peronismo nace, así, enfrentado con la estructura agraria que reinaba en la posguerra. Su discurso tiene, desde el comienzo, un fuerte tono contra los grandes propietarios terratenientes, núcleo esencial del poder y de la producción en los años previos.



El país agrario aseguraba la prosperidad al territorio y la población de los alrededores del puerto, en un semicírculo que abarcaba el centro y sur de Santa Fé, el este y sur de Córdoba, el norte de La Pampa y toda la provincia de Buenos Aires. Fuera de esa zona, salvo algunos bolsones en los que las producciones regionales habían generado la posibilidad de micro climas económicos autosustentables, el resto del país –especialmente el noroeste- dependía crecientemente del empleo público y de las transferencias del estado nacional.



El enfrentamiento de Perón, en los inicios de su movimiento, con los productores agrarios de aquella época, tenía raíces políticas, económicas e ideológicas.


Tras el derrocamiento de Yrigoyen, el antiguo núcleo de poder que sostenía la estructura económica Argentina, había recuperado el gobierno y lo había consolidado luego de las elecciones fraudulentas posteriores. Pero la crisis del país agrario ya era irreversible. Perón aparecía como el emergente de un nuevo proyecto enfrentado al antiguo y enderezado hacia la modernización productiva con eje en la industrialización.


Y este proyecto, cuya edad de oro transcurre en el lustro que se inicia con la finalización de la guerra mundial, sólo podía sostenerse con la apropiación de una parte de la renta agropecuaria para financiar a la industria naciente. Esta política fue instrumentada a través del IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio) mediante la existencia de tipos de cambio diferenciales que restaban ingresos al sector agropecuario y los trasladaban a la industria bajo la forma de insumos y maquinarias importadas a menor precio, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno, etcétera.


Nacionalismo y liberalismo

En lo ideológico, la distancia entre los dos proyectos era también importante. El librecomercio había sido la filosofía reinante durante los 50 años de prosperidad agraria. En el transcurso de esos años, Argentina vivió despreocupada de cualquier intento de industrialización y las ideas económicas que emanaba Gran Bretaña, fundada en sus propias necesidades de penetración en los mercados mundiales y que habían sido sistematizadas por Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, venían como anillo al dedo al agro argentino, depositario de nuestra “ventaja comparativa”. Esta teoría daba sustento ideológico a lo que ya era una irresistible realidad material: la complementación entre la granja argentina y el taller británico.


La “división internacional del trabajo” era la racionalización de nuestro rol en ese mundo que tenía a Gran Bretaña como su foco industrial. Proveerla de alimentos y materias primas baratos era algo para lo cual teníamos ventajas concedidas por la Naturaleza a nuestras pampas que, sin mayores cuidados ni atenciones, producía carnes y cereales para alimentar al mundo industrial.


Es en esta época que nacen los postulados básicos del nacionalismo económico, dictados por las condiciones y demandas de la época. Y eran aproximadamente éstos:


El estado debía encarar aquellos proyectos de largo alcance, imprescindibles para el país y que los empresarios nacionales no estaban en condiciones de impulsar, dada su debilidad económica: acero, petróleo, fabricación de aviones, ferrocarriles, marina mercante.
La modernización de la economía era sinónimo de industrialización. El país debía producir por sus propios medios todos los bienes de consumo que fuera posible y que antes importaba. Los industriales recibían todo el apoyo del estado mediante protección arancelaria, tipos de cambio diferenciales, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno.
El Estado, imbuido del pensamiento militar, planificaría la economía para el mediano y largo plazo. Los planes quinquenales eran la expresión de esa voluntad.
La inversión extranjera jugaba un papel secundario y marginal dentro del este esquema. La “independencia económica” y la filosofía de “combatir al capital” abonaban el camino hacia un rechazo de las inversiones de capital extranjero. El imperialismo inglés (y luego el norteamericano) norteamericano era visualizado como uno de los elementos más importantes que sofocaban el ímpetu de crecimiento argentino.


Conforme a estos puntos de vista de los primeros años del peronismo, la Argentina era un país que mantenía su condición colonial o semicolonial por su dependencia, primero de Gran Bretaña (que la había condenado a su condición meramente agraria, en beneficio de su industrialización) y ahora, por el poderoso capitalismo norteamericano, cuyas inversiones se destinaban a rubros, cuya producción en modo alguno hacía que el país se pudiera encaminar hacia su independencia económica.



La particular configuración de las sociedades atrasadas generaba en el país dos bloques de intereses económicos antagónicos. Uno, vinculado a la estructura económica agraria, complementaria de la industria británica, integrado por las clases sociales ligadas a la inserción argentina en el mercado mundial como proveedora de alimentos: los productores agrarios, los empresarios vinculados a este sistema, las clases medias urbanas influenciadas por los valores dominantes, todo el sistema de intereses ligado a los servicios del país agrario (bancos, seguros, burocracia pública y privada, transporte, etc.).



Del otro lado, acaudillado por el Ejército de formación nacionalista, el nuevo país en cierne: la débil burguesía nacional, los obreros de las industrias agroalimentarias y de servicios vinculadas al país agrario y los nuevos trabajadores de las industrias livianas promovidas por la crisis del 30 y la guerra mundial. También los peones rurales, el pobrerío del interior postergado, las franjas más pobres de la clase media urbana. Dos bloques de intereses que significaban dos proyectos: el país agrario, atrasado, oligárquico y excluyente y el nuevo país industrial, moderno, capitalista, urbano, que significaba la creciente incorporación de amplias franjas de postergados, que carecían de futuro en la estructura productiva que sucumbió en 1930.



El camino marcado por el golpe de estado de 1943 y ratificado por el 17 de octubre de 1945 tenía como objetivo la industrialización y para ello, Argentina necesitaba el financiamiento de la renta agraria.


En otras palabras: conforme al pensamiento nacionalista de la época, el gran capital imperial en alianza con los poderosos beneficiarios de la estructura agraria local, eran los causantes del atraso nacional pues propiciaban un modelo económico que excluía a la industria y condenaba al país al atraso agrario y pastoril.


La lucha por el crecimiento económico no era otra cosa que un tránsito del país agrario hacia la industrialización. Un nuevo país llegaba de la mano de las fábricas y los trabajadores y sepultarían al viejo orden de ganaderos rentistas, que con su improductividad arriesgaban el proyecto industrializador del país. Tal la visión de los primeros años del peronismo.


Cabe preguntarse si casi setenta años después, este paradigma ideológico conserva aún una lozanía que le conceda validez para interpretar la realidad política argentina actual, completamente distinta a la de aquellos años de posguerra. Si todo este tiempo transcurrido no ha cambiado la realidad política, social y económica existente hacia mediados del siglo XX, haciendo que la estructura del pensamiento nacionalista de aquellos años, carezca ya de eficacia para interpretar la realidad actual y que, en consecuencia, se haya transformado en una cáscara vacía de contenido, en un prejuicio que entorpece todo intento de comprensión de la realidad actual, con el pretexto de sostener las “viejas banderas de la revolución”.


El ganadero latifundista


El ganadero latifundista, que subexplotaba su extenso campo era, para aquel primer peronismo, una doble maldición: privaba al mercado local de alimentos abundantes y además despilfarraba alegremente las posibilidades de acumulación nacional en tanto la reproducción de su ciclo productivo no demandaba inversiones.


Jorge Abelardo Ramos expresó con claridad (en 1968) este punto de vista:


“Si la base de la política de Perón consistía en industrializar por medio de las divisas obtenidas de las exportaciones, la tendencia desfavorable entre los precios de las materias primas argentinas y los precios de los bienes de capital importados revelaron que esa vía era demasiado estrecha y vulnerable. Pues el aumento de la población y el nuevo nivel de vida demostraron que los argentinos tienden a consumir en su totalidad los alimentos que fueron tradicionalmente la fuente exterior de las divisas.

Lo que ha ocurrido es muy sencillo. Mientras que la población se ha triplicado desde 1910, la producción agrícola-ganadera ha permanecido estacionaria”.


Y agrega:

“El auge de la ganadería extensiva concluyó con la explotación rutinaria de la zona pampeana, la más fértil y rica; la ganadería extra pampeana debió resignarse a producir carne para el mercado interno.

La oligarquía ganadera se constituyó como una clase rentística y no productiva, educada durante generaciones en la idea de que la Naturaleza y no el trabajo humano invertido en la explotación de la estancia proveía su fortuna”.


Y planteaba una disyuntiva de hierro:

“O el pueblo argentino suprime el consumo de su alimento básico tradicional, o la economía argentina se paralizará por ausencia de saldos exportables. Desde cualquiera de los dos puntos de vista la crisis está planteada” (Historia de la Nación Latinoamericana).


El eje de la condena al agro estaba centrado en la ominosa y patriarcal figura del ganadero latifundista. El personaje paradigmático de un agro que tras la crisis del 30, no había encontrado un nuevo rumbo y que, además, representaba a un país que ya carecía de una perspectiva ante los cambios ocurridos en el mundo tras la Segunda Guerra.


El ganadero era la viva imagen del latifundista que pasaba la mitad del año en Europa, donde despilfarraba en gustos excéntricos las posibilidades de acumulación industrial. Un rentista ajeno a la dinámica de acumulación que exigía la nueva sociedad industrial.


Esta visión maltusiana y en cierto modo estática, provenía del comportamiento cuasi rentístico de los grandes productores agrarios, especialmente pecuarios. El estancamiento de la producción estaba en el centro de los reproches que se hacían al campo. Se decía que los grandes latifundistas no respondían a los estímulos capitalistas (sistema de precios) y que la oferta agropecuaria tenía un grado de rigidez que la transformaba, incluso, en uno de los pilares estructurales de la inflación.


El economista Aldo Ferrer, por ejemplo, escribió (en 1968) que “en cuanto a los grandes propietarios territoriales, su comportamiento parece no estar regulado por las normas habituales de conducta del empresario en el sistema capitalista”. Ferrer llegaba a la conclusión que este comportamiento justificaba un cambio en el régimen de tenencia de la tierra y propiciaba una “reforma agraria”.


Según los enfoques de la época, la conducta de los grandes terratenientes condenaba al agro argentino a bajos niveles de producción y productividad:

“Un campo puede estar insuficientemente trabajado pese a lo cual puede proporcionar un monto suficiente de ingresos al propietario como para permitirle un alto nivel de consumo. El logro de un rendimiento suficiente como para mantener estos niveles de consumo (antes que la obtención de los máximos beneficios posibles de la explotación rural) parece ser, en efecto, la norma del comportamiento de numerosos grandes propietarios territoriales”, decía Ferrer en las primeras ediciones de La Economía Argentina.


También Guillermo Flichman en su libro La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino se ocupa del estancamiento agropecuario durante los 35 años posteriores a 1937. Allí cita un interesante y poco difundido texto de Horacio Giberti, quien fuera uno de los principales expositores del la posición del peronismo cuarentista respecto del agro:


“…las causas de la tendencia de las grandes explotaciones hacia un bajo grado de intensidad son bastante uniformes para América Latina y quizá no se diferencien mucho del resto del mundo. En primer término, la gran explotación produce un ingreso total bastante considerable aunque no se la trabaje muy intensamente, de modo que el empresario se halla libre del apremio que amenaza a los medianos o pequeños cuando bajan la intensidad de uso de la tierra. Como frecuentemente los predios se reciben por herencia, no por compra, falta también el sentido empresario de pretender que el capital reditúe un interés acorde con la inversión. Además, razones de prestigio social y de salvaguarda de excedentes de capital inducen en no pocas ocasiones a invertir en tierras a personas que por esa misma circunstancia no atienden tanto a la rentabilidad del capital sino a la sencillez de la administración de la empresa. Es común, por otra parte, que las familias terratenientes orienten a sus hijos hacia actividades profesionales o como dirigentes de grades empresas financieras, comerciales o industriales, lo cual los desvincula más todavía de la rentabilidad máxima de las empresas agrarias”. (Horacio Giberti. “Uso racional de los factores directos de la producción agraria”. Revista Desarrollo Económico. Abril/junio 1966).


Sin embargo Flichman adhiere a otra explicación acerca del estancamiento productivo del sector agrario pampeano. Cita un estudio empírico según el cual una explotación intensiva de las tierras pampeanas no incrementaba sustancialmente la ganancia final de un emprendimiento, lo que terminaba desalentando la inversión. En otras palabras: la mayor rentabilidad, en ese tiempo, coincidía con la subexplotación y la baja inversión.


El ganadero latifundista era señalado como el paradigma del campo argentino. La feracidad de la Pampa Húmeda, generaba una superganancia (renta diferencial) que, sumada a la extensión de las estancias, hacía indiferente al aumento de la productividad por hectárea. La ganadería extensiva y la bendición de humus le permitían el acceso a elevados niveles de ingreso por fuera de la lógica capitalista de inversión, acumulación y aumento de la producción ( Nota 1).


Por eso se decía, por ejemplo, que los grandes ganaderos eran “una clase capitalista pero no burguesa”. Se señalaba de este modo su comportamiento rentístico. Y ellos eran, además, los que dominaban la escena del campo argentino y del sistema económico en su conjunto. Ellos estaban en la cúspide de una construcción económica que se completaba con una Europa industrial a la que le proveía materia prima y alimentos.


Entre los años 1937 y 1960 la producción agropecuaria de la región pampeana creció apenas un 10%. Entre 1937 y 1972, el porcentaje se estira a un modesto 20%. Es este largo período de estancamiento productivo agropecuario, con su secuelas limitativas para la generación de las divisas necesarias para impulsar a la industria, la que fortalece y otorga consistencia al pensamiento clásico del nacionalismo acerca del campo, la oligarquía vacuna, el latifundio y, en definitiva, el despilfarro de la oportunidad argentina para acumular el capital que nos transformara en un poderoso país industrial.


Desde que fue pensada y desarrollada esta interpretación acerca de la estructura, función, potencialidad y aporte del sector agrario argentino a la economía nacional, han pasado casi 70 años. Cabe preguntarse qué cosas han cambiado desde entonces y si esos cambios no ameritan una revisión completa de aquellos puntos de vista, consignas y esquemas de pensamientos que sirvieron para interpretar un momento de la historia y la economía nacionales pero que, pasados tantos años y ocurridos tantos cambios, muy probablemente ya no sirvan para interpretar la realidad actual, protagonistas y dinámica del sector rural argentino.


Hay autores importantes, como Osvaldo Barsky, que en su Historia del agro argentino (escrito en colaboración con Jorge Gelman, relativiza este concepto de “estancamiento” del agro argentino.

Dicen los autores:

“Desde hace varias décadas, toda referencia a la situación del agro argentino entre 1930 y 1960 aparece asociada con la palabra “estancamiento”. De hecho, en la literatura académica, en los informes oficiales y en la opinión pública, esta imagen fue prevaleciente hasta avanzada la década de 1970. (…) Es frecuente encontrar la referencia a él tomando como indicador la evolución del producto bruto agropecuario nacional en el período marcado, que creció a tasas menores al aumento demográfico. O bien en la caída, en este período, de las exportaciones agropecuarias. O también aspectos comparativos internacionales: notables diferencias en la evolución de la producción y del peso relativo en los mercados mundiales en relación con países de exportaciones similares a las argentinas”.


Pero más adelante aclaran que este fenómeno es definido con mayor precisión en lo ocurrido en la región pampeana y, más específicamente, en el sector granífero, compensada insuficientemente con un crecimiento de lo ganadero.


Es este relativo estancamiento del agro pampeano, que comienza a revertirse a mediados de los cincuenta y con mucha más fuerza en la década siguiente, el marco referencial del que surgió el esquema nacionalista clásico que nos habla de una oligarquía dominante que marcaba el tono de todo el sector agrario. Y la improductividad de estos grandes terratenientes condenaba a la Argentina al estancamiento e impedía su desarrollo industrial.


El conflicto entre el gobierno y el campo, iniciado en marzo de 2008 y prolongado hasta hoy, puso en evidencia la persistencia de un nacionalismo de carácter residual, que se limita a repetir aquella visión casi centenaria, que en su momento resultó útil y valedera para interpretar la realidad pero que hoy, tantos años después, carece de argumentos de peso para explicar los nuevos fenómenos económicos y sociales ocurridos en las última décadas y que han modificado la realidad que existía a mediado de los años cuarenta, cuando esos conceptos fueron sistematizados.


El deterioro de los términos del intercambio


Durante los años sesenta y setenta, desde la CEPAL (Comisión Económica para América Latina, de la UNCTAD), se popularizó un enfoque acerca del rol del sector agropecuario y su relación con la industria. Para corregir el retraso económico de América Latina, ésta debía abandonar su estructura productiva predominantemente rural y volcarse decididamente a la industrialización.


El economista Raúl Prebisch, que había formado parte del directorio del Banco Central a mediado de los años treinta y que luego había elaborado un famoso informe sobre la economía argentina tras el derrocamiento de Perón en 1955, había popularizado la teoría del “deterioro de los términos del intercambio”, desde la titularidad de la CEPAL.


La distancia entre los “centros” y la “periferia”, según este enfoque, crecía día a día en razón del “deterioro de los términos del intercambio”: el precio de los productos del agro aumentaban más lentamente que el de las manufacturas. El intercambio entre productos primarios contra industriales, sellaba el destino de los países atrasados y los condenaba para siempre a la producción primaria, aumentando la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados, según la clasificación cepalina.


Este fenómeno se debía a que, a medida que aumentaba el ingreso de la población mundial, esos incrementos se destinaban crecientemente a bienes industriales en razón de la baja elasticidad ingreso de los productos alimenticios.


Aldo Ferrer lo explicaba en estos términos:


“En el caso de los alimentos, la demanda de la población tiende a crecer a un ritmo menor que el de sus ingresos. En otros términos, a medida que aumentaban los niveles de vida el consumo de alimentos va disminuyendo en relación al consumo total. La población dedica una mayor proporción de sus ingresos al consumo de productos industriales y servicios y a acrecentar sus ahorros. Además, a medida que aumentan los niveles de vida se produce una modificación en la composición del consumo de alimentos aumentando la participación relativa de algunos como la carne, la fruta, el azúcar, las bebidas y los productos de granja, en perjuicio de la participación de otros, tales como los cereales”.


Además, Raúl Prebisch, en su último libro, sostenía:


“La elasticidad ingreso relativamente baja de los productos primarios en general, comparada con la de los bienes industriales en continua diversificación, constituye uno de los elementos de la debilidad congénita de la periferia”. (Capitalismo Periférico, 1981)).


Si nos detenemos tanto en estos puntos de vista se debe a que si bien continúa siendo válido el concepto teórico que lo sostiene (esto es, la conveniencia de exportar productos con mayor valor agregado), los cambios en la demanda mundial de alimentos y el aumento de los precios internacionales de los commodities agrarios, impactan decisivamente en las conclusiones de lo que era, hasta hace algunas décadas, una verdad indiscutida acerca del rol, función y posibilidades del sector agropecuario.


El paradigma ideológico de la posguerra no carecía de poder de seducción. Describía dos bloques de intereses nítidamente antagónicos. De un lado, el viejo país agrario, homogeneizado por la oligarquía vacuna, que era apenas un apéndice de la Europa industrial liderada por Gran Bretaña. Del otro lado, la emergencia de una nueva nación, moderna, que pugnaba por la industrialización. Este “bloque nacional” estaba conducido por el Ejército e incluía a las clases sociales modernas, que miraban hacia el futuro. El pueblo de un lado, la oligarquía del otro. El esquema no podía ser más atractivo.


Ventajas comparativas estáticas y dinámicas.


También forma parte del pensamiento cepaliano la distinción entre ventajas comparativas “estáticas” y “dinámicas”. Como se sabe, ha sido Adam Smith quien primero desarrolló el concepto de que cada país debía desarrollar aquellos atributos con los que la naturaleza los había beneficiado. Plantea que, al obedecer el mandato natural, cada país lograría altos niveles de eficiencia y rentabilidad.


Este razonamiento es el que preside lo que se llamó la “división internacional del trabajo” según la cual algunos países estaban destinados a producir para siempre materias primas y otros habían sido bendecidos con un rol industrial.


Argentina se rebeló contra su destino pastoril e intentó, a partir de 1930 pero más enfáticamente desde 1943, transformarse en un país industrial. El argumento teórico de nuestro proteccionismo industrial fue la distinción entre ventajas comparativas “estáticas” y “dinámicas”. Las primeras aludían meramente a la dotación de recursos naturales (en nuestro caso, la fertilidad natural de las pampas y su cercanía al puerto). Las “dinámicas”, en cambio, son el producto de una construcción social. Inglaterra, por ejemplo, sentó su base industrial mediante doscientos años de feroz proteccionismo y luego, cuando ya no tenía rival alguno, predicó el librecambio.


Ahora bien, en cierto modo esta distinción ha perdido vigencia y debe ser reformulada. Si bien es cierto que Argentina aún conserva una ventaja natural debido a la calidad de sus tierras, el aumento de su productividad agraria actualmente no deriva tanto de su condición ubérrima sino de la incorporación de valor agregado: tecnología, maquinaria, siembra directa, investigación, gerenciamiento, fertilizantes, etc. De modo tal que actualmente nuestra ventaja comparativa para la producción agraria, difícilmente pueda ser calificada como “estática”.


Qué pasó con la oligarquía

Ya en tiempos de la década peronista que culmina en 1955 las cosas habían comenzado a modificarse. El congelamiento de los arrendamientos rurales resuelto por el gobierno de Perón operó en los hechos como una reforma agraria: creó una clase de pequeños y medianos propietarios rurales.


En el breve lapso que transcurrió entre su regreso al país en 1972 y su muerte a mediados de 1974, Perón se refirió varias veces al agro, a los productores y los cambios habidos en el sector.


En un discurso, poco después de asumir su tercera presidencia, Perón decía a los productores agropecuarios:


“Solamente las grandes zonas de reserva del mundo tienen todavía en sus manos las posibilidades de sacarle a la tierra la alimentación necesaria para este mundo superpoblado y la materia prima para este mundo superindustrializado.

Nosotros constituimos una de esas grandes reservas; ellos son los ricos del pasado. Si sabemos proceder, seremos nosotros los ricos del futuro, porque tenemos lo esencial en nuestras reservas, mientras que ellos han consumido las suyas hasta agotarlas totalmente.


Frente a este cuadro, y desarrollados en lo necesario tecnológicamente, debemos dedicarnos a la gran producción de granos y de proteínas, que es de lo que más está hambriento el mundo actual”.


Y les proponía impulsar, con el apoyo del gobierno, la producción agropecuaria:


“El agro argentino está explotado en un bajo porcentaje; esos índices pueden aumentar setenta veces. Pongámonos en la empresa de realizarlo. Para eso necesitamos que se cumplan dos circunstancias. Primera, desarrollar una tecnología suficiente para sacarle a la tierra todo el producto que ella pueda dar, sin tener tierras desocupadas o cotos de caza, como todavía existen en la República Argentina. Ese es un lujo que no puede darse ya ningún país en el mundo. Segunda, utilicemos esa tierra para la producción ganadera. La República Argentina tiene 58 ó 60 millones de vacas, cuando podría tener doscientos millones; y ovejas, en la misma proporción. Pongámonos a cumplir esos programas.”


En un reportaje filmado, poco antes de eso, Perón afirmaba:


“Yo he sido, en este país, industrialista. Fui el que puse en marcha la industrialización, con la industria liviana, mediana y la tentativa de una industria pesada. Puse en marcha eso, para eso sofrené un poco la agricultura y la ganadería. Pero era un mundo distinto al que ahora tengo. Ahora tenemos que producir 200 millones de toneladas de trigo en el año. Y tenemos posibilidades. Tenemos que llegar a planteles de 150 millones de vacas y tenemos terreno para hacerlo”.


En ese momento, el periodista que lo reporteaba le dijo:


-- Usted corre el peligro de que coloquen su busto en la Sociedad Rural, General…

Y Perón le responde:

-- Es que eso no será negocio para la Sociedad Rural. Será negocio para la República Argentina.


También el político e historiador Jorge Abelardo Ramos, a comienzos de 1994, había tomado nota de los cambios ocurridos en el agro argentino. En un folleto publicado ese año, que reproducía una conferencia dictada por Ramos en Buenos Aires, el fundador de la izquierda nacional sostenía:


“Quería hacer una observación sobre la Sociedad Rural Argentina, bastión de la contrarrevolución, que está en una actitud relativamente favorable a Menem. ¿Qué ha ocurrido? Se está produciendo, desde hace años en la provincia de Buenos Aires, un fenómeno determinado por la legislación sucesoria. No hay nadie en la provincia bonaerense que tenga las características de las familias Unzué, Alzaga, Anchorena, etc. de otras épocas, terratenientes de 200.000 hectáreas o más, en las mejores tierras del mundo. Eso ya no existe. Los numerosos hijos de las familias oligárquicas, cuando el padre muere, cada hijo quiere tener su pedazo. En una época eran 40.000 hectáreas, ahora son 554. La renta agraria, que permitía tirar manteca al techo en París, desapareció. Sólo aparece la trampita de falsas mensuras para evadir impuestos. Como la ganadería extensiva está concluida, no tienen más remedio que trabajar. Desde 1880 hasta hoy, esa conjunción de climas, régimen de lluvias, composición del suelo, ese paraíso terrenal de la pampa húmeda para sus propietarios, había logrado el milagro de enriquecerlos sin trabajo ni capital. Ahora tienen que invertir energía, capital, esfuerzo, hacer agricultura, siembra directa, hasta horticultura de alta calidad, producir y fraccionar ciertos tipos de carne, hacer ‘feet lots’ y montar laboratorios. Se desarrolla plenamente el capitalismo en el campo argentino.


Más adelante, Ramos agrega:

“El mundo nuevo de los hijos y nietos de la oligarquía que se quedaron en el campo y no se fueron al área financiera de la época de Martínez de Hoz, ven la perspectiva del Mercosur como el destino de ellos. Toda la pampa húmeda, todo el mundo vitivinícola de Cuyo, salvo algunas provincias del norte como Salta, Jujuy y Tucumán, que aún tienen recelos, todo el resto de la Argentina va a entrar al MERCOSUR.



Todo esto indica que se está modificando estructuralmente el sistema de dominación de clases y Menem es el heredero de la crisis. Responde a ellas con respuestas capitalistas, en una sociedad agro-comercial-exportadora de antiguo petrificado y cuyo vientre parasitario era la ciudad de Buenos Aires.


Menem y Cavallo constituyen una tentativa de reiniciar el proceso de avance capitalista pero sin los recursos que a Perón le entregó la segunda posguerra, cuando la Argentina era acreedora de Inglaterra”.


(Jorge Abelardo Ramos. Conferencia dictada en Buenos Aires a comienzos de 1994, editada como folleto bajo el título “La crisis del capitalismo, el colapso soviético y un camino propio para América Latina”).



Propietarios y arrendatarios: los cambios ocurridos



Al congelar durante varios años los arrendamientos rurales, Perón estimuló la venda de tierras por parte de los grandes propietarios hacia sus arrendatarios. Así se configuró, al cabo de décadas, una clase media rural de pequeños y medianos propietarios.


Dice un estudioso del tema agrario argentino:


“Debido a la congelación de los cánones de arrendamiento, muchos agricultores arrendatarios se capitalizaron suficientemente como para poder convertirse en propietarios mediante la adquisición de la parcela de tierra alquilada. Este tipo de transacción se veía facilitado por el deseo de vender de muchos terratenientes que ofrecían facilidades, fundamentalmente en términos de plazos de pago. Tal voluntad se originaba en la pérdida de la libre disponibilidad de su propiedad ocasionada por la legislación sobre arrendamiento” (Guillermo Flichman. Notas sobre el desarrollo agropecuario en la región pampeana argentina o por qué Pergamino no es Iowa).


En el mismo trabajo, Flichman agrega:


“Fue la política agropecuaria peronista la que, aparentemente sin proponérselo, creó una clase de ‘farmers’ en la pampa húmeda. Pero éste fue un proceso largo y costoso. No fue un resultado planeado. En consecuencia, se hizo necesario un largo ‘período de ajuste’ para que se pudiera reencauzar la actividad agropecuaria en la nueva situación”.


En otra de sus obras (La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino, 1977) Flichman refuerza la descripción de este fenómeno de distribución de la tierra durante los gobiernos de Perón:

“Después de muchos años de arrendamientos congelados, cuando el gobierno militar que derrocó al peronismo ‘devuelve la normalidad al campo’, ya nada podía volver a ser exactamente igual que antes. Había una fuerte porción de chacareros ricos, que de arrendatarios se convirtieron en nuevos propietarios aprovechando las facilidades que para comprar campos les dieron nuevas disposiciones legales”.


Existe un trabajo más reciente en el cual Osvaldo Barsky y Alfredo Pucciarelli señalan algunos aspectos interesantes de la evolución de las explotaciones de la Pampa Húmeda argentina. Allí los autores toman distancia de lo que denominan “la visión tradicional de la estructura social agraria de la región pampeana”.


Dicen de este enfoque:


“Aunque muchos de sus juicios carecen de una adecuada fundamentación empírica, esta imagen, fuertemente impresionista, ubicada más lejos de la verdad que de la verosimilitud, ha ejercido una gran influencia en la definición de los términos del debate académico, de la confrontación ideológico-política, y aún de la formación del sentido común de las décadas posteriores y, en algunos aspectos, de la actualidad” (Cambios en el tamaño y el régimen de tenencia de las explotaciones agropecuarias pampeanas, 1991, en El desarrollo agropecuario pampeano. Editado por el INTA).


Entre las principales conclusiones de los autores, se cuentan las siguientes:


a) “En relación a la problemática de la subdivisión de las grandes unidades territoriales, los datos disponibles muestran entre 1914 y 1969 un intenso proceso de subdivisión de las unidades territoriales, creciendo mucho el número de unidades y poco la superficie ocupada. Las unidades de más de 5.000 has. Perdieron en este período el 35% de su superficie, pasando de representar el 34% de la superficie total a ser ahora el 19%”.


b) “En cuanto al proceso de desconcentración de la propiedad territorial, los datos catastrales de la Provincia de Buenos Aires permiten apreciar que entre 1923 y 1980 las unidades de más de 2.500 has. perdieron el 67% de la superficie, dato rotundo sobre lo importante que ha sido la alteración de la propiedad de la tierra”.


Respecto del sistema de grandes propietarios, los autores señalan:


“…la importante fuente de poder económico y social de la cúspide agraria pampeana originada en un gran control territorial ha sido irreversiblemente afectada por un decisivo proceso de desconcentración, que ha generado una estructura agraria compleja y diversificada…”


Si consideramos las provincias pampeanas (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y La Pampa), los censos agropecuarios más recientes revelan una concentración en la explotación rural. En la comparación entre 2002 y 1988, surge que las explotaciones de más de 1.000 Ha. aumentaron su superficie en 3,7 millones de ha. entre un relevamiento y otro. Esa superficie, obviamente, ha sido cedida por las explotaciones menores a 1.000 has., lo cual significa un cambio en el 5,4% del total de tierras explotadas en esas provincias. Esta concentración en la superficie de las unidades productivas, sin embargo, va a tono con la dinámica de los cambios introducidos en la modalidad de explotación: revelan la búsqueda de economías de escala y también la existencia de los “pools de siembra”.


La característica de los relevamientos censales, no permiten sacar ninguna conclusión acerca de la propiedad de la tierra y sus modificaciones entre un censo y otro, pues sólo registran la superficie y cantidad de las explotaciones, sin aclarar la pertenencia de ellas.


Los cambios tecnológicos



Pero si la existencia de un sistema predominante de latifundistas ha sucumbido con el paso del tiempo debido a la aptitud reproductiva de los grandes propietarios y a las normas establecidas en el Código Civil respecto de la herencia, el impacto y la extensión de la incorporación de tecnología en las explotaciones agrarias, ha sido quizá el elemento transformador por excelencia.


La explotación ganadera extensiva era el modo predominante de producción agropecuaria hacia mediados de los años cuarenta del siglo pasado. La agricultura se concentraba en la zona pampeana, en trigo, maíz y lino, con bajos niveles de tractorización, baja difusión de agroquímicos y con cosechas realizadas con gran inclusión de mano de obra golondrina, peones que iban de campo en campo, en los meses de trilla.


De ese mundo agrario, ya no queda casi nada. Hoy el arado (primero de rejas, luego de disco) ha sido reemplazado por la maquinaria que realiza la siembra directa. Este sistema, de reciente difusión, permite el aprovechamiento de los rastrojos, de su humedad, y una mejor preservación del suelo. Argentina ha contribuido a su desarrollo y se encuentra el la cúspide mundial de su investigación e implementación.


En la década de los setenta, la incorporación de las semillas híbridas, permitió un importante aumento el los rendimientos por hectáreas de cereales y oleaginosas. Luego, ya en los años noventa, la difusión de los agroquímicos, facilitó el control de plagas, de malezas y el cuidado de los suelos a través del restablecimiento de los minerales extraídos a éstos mediante su explotación intensiva.


Las cosechadoras, por su parte, permiten realizar en pocas horas la labor que décadas atrás suponían semanas de trabajo para decenas de peones. La manipulación genética ha obtenido semillas adaptables a distintos tipos de suelos en los que antes era imposible sembrar.


Todos estos cambios tecnológicos que han sido incorporados por los productores agrarios argentinos, han logrado que las cosechas treparan de 35 a 96 millones de toneladas entre 1980 y 2008. Asimismo, los rendimientos por hectárea, para el mismo período, treparon en promedio de 3.800 kgs. por hectárea a 7.600 para el caso del maíz, de 2.000 a 3.000 para la soja, de 1.000 a 1.500 para el girasol, de 1.500 a 2.600 para el trigo y de 3.500 a 4.700 para el sorgo.


Los productores agropecuarios, lejos de aquella imagen despreocupada e indolente del latifundista insensible al nivel de precios de sus productos y mezquino al momento de invertir, han desarrollado e implementado cambios decisivos en la producción agraria nacional, posicionándose entre los más eficientes del mundo en la materia. Han hecho aquello que se espera de un empresario capitalista: arriesgar capital, invertir, tornar eficiente su producción, producir cada vez más para ganar cada vez más.


La tecnología ha cambiado el modo de producir en el agro. El arrendatario tradicional de los años cuarenta, beneficiado por las leyes de arrendamiento del peronismo, ya casi no existe. En ese tiempo, el propietario del campo arrendado era un latifundista y el arrendatario, usualmente un campesino sin tierra cuya única chance de laboreo consistía en tomar en arriendo una porción de campo ajeno.


Ahora todo eso ha cambiado. El dueño del campo arrendado es, cada vez más frecuentemente, un pequeño propietario (100, 200, 300 hectáreas pampeanas). A este propietario, por problemas de escala de producción, le resulta más conveniente arrendar su campo que explotarlo por sus propios medios. El arrendatario, ya no es un pobre campesino sin tierras sino un moderno empresario, o grupo de empresarios agrarios, propietarios o no, con alta calificación técnica (ingenieros agrónomos, especialistas, etc.) que conocen a fondo el “know how” de la producción, principalmente de soja, conocen al dedillo el paquete tecnológico que esa producción supone, y tienen el circuito productivo (siembra, fertilizantes, controles, combate de plagas, compra de agroquímicos, cosecha, comercialización) muy aceitado, con ahorros en cada etapa, lo que le permite producir con gran eficiencia técnica y aprovechar mucho mejor los campos arrendados.


El clásico arrendatario, socio de la Federación Agraria, que durante años ha luchado por lograr una Ley de Arrendamientos que lo defendiera frente a la voracidad del propietario, ya no es la figura más representativa de la situación de los arrendamientos rurales en la Argentina. La relación entre propietarios y arrendatarios ha cambiado en forma sustancial. Crecientemente son los pequeños propietarios los que arriendan en beneficio de arrendatarios que, a la vez, suelen ser también propietarios pero que, en conjunto, gestionan superficies muy superiores a las que poseen. Más aún: estos modernos empresarios rurales se muestran remisos a adquirir tierras pues consideran que esa inmovilización de capital afecta negativamente el nivel de sus negocios.


Claro que el paso de una etapa a la otra no se da sin conflictos. No todos los arrendatarios han logrado adaptarse a las nuevas circunstancias y muchos de ellos son desplazados por los nuevos arrendatarios que producen con métodos más modernos y mayor eficiencia. Esta circunstancia les permite ofrecer un mayor precio por el arrendamiento, con lo cual el antiguo arrendatario, que no pudo o no supo adaptarse a las nuevas circunstancias, se ve obligado a pagar un precio mayor por el arriendo y, en consecuencia, a obtener una utilidad menor o bien a quedar fuera del mercado. A esta situación apuntan las críticas que señalan a los nuevos productores como “simples hombres de negocio” y a los antiguos como “auténticos chacareros que aman la tierra”.


En la cúspide de este nuevo sistema productivo se encuentra la figura paradigmática de la familia Grobocopatel, empresa familiar que posee hectáreas pero que produce, en lo fundamental, en cientos de miles de tierras arrendadas a terceros, diversificando el riesgo y multiplicando sus ganancias. Estos empresarios, altamente calificados en lo técnico, han reemplazado al símbolo de la etapa anterior, los Anchorena, que junto con otras familias patricias identificaban al terrateniente ganadero, despilfarrador e improductivo de los años cuarenta.


Hoy el campo argentino es una máquina de producir con altos niveles de eficiencia logrados a lo largo de las últimas décadas. Esta es una realidad económica que ha comenzado a ser visualizada y a tener expresión política a partir del paro y las luchas de marzo de 2008.


Del chacarero tradicional a los nuevos productores


A lo largo de las últimas tres o cuatro décadas, se han producido en el sector agrario argentino una gran cantidad de cambios que han dado un nuevo perfil a la organización de la producción agraria en la Argentina.

La incorporación de tecnología no ha sido un proceso automático ni instantáneo, sino el producto de largos años de adaptación a las nuevas condiciones productivas. Este proceso ha significado la readaptación de la inmensa mayoría de productores agrarios, la reorientación de la actividad de otros y, como ocurre en todo proceso de cambio, la expulsión de aquellos que no lograron adecuarse a las nuevas circunstancias que demandaba la producción.


Los “noventa” han sido señalados como la década fatídica en la que se produjeron estos cambios traumáticos. Pero eso es sólo parte de la verdad: como han señalado diversos autores, el proceso ha durado varias décadas y se inicia hacia los años sesenta y setenta. Un análisis ideologizado de los cambios en el agro, lindante con el prejuicio, asocia los avances de la libertad de mercados de esos años con el desplazamiento del chacarero tradicional, al que se idealiza, y su reemplazo por los nuevos empresarios agrarios, presuntamente carentes de “sentimiento” hacia la tierra, mero producto circunstancial del neoliberalismo.


La incorporación de nueva tecnología en el agro ha sido producto del esfuerzo prolongado de una nueva generación de productores, que tomaron distancia de los métodos rústicos y recelosos del progreso técnico con el que sus antepasados encaraban la actividad. La nueva tecnología en semillas (híbridas hacia los setenta), la incorporación del cultivo de soja, las nuevas maquinarias agrícolas, fueron seguidas de cerca por puñados de productores innovadores en todo el país a través de los grupos CREA y también el INTA. La novedad de la siembra directa no contó, al principio, con el respaldo técnico formal, sin embargo se abrió paso entre los productores a fuerza de resultados. Los grupos AAPRESID fueron pioneros en este sistema que terminó imponiéndose masivamente, con una revolución impresionante en los rendimientos. En el mismo sentido debe computarse la variedad transgénica de semillas.


La incorporación de todos estos aportes tecnológicos y técnicos supuso un replanteo de la actividad agropecuaria en su conjunto. El conocimiento técnico pasó a ser un factor productivo de singular importancia. Y, en un medio conservador como es el campo, no todos lograron adaptarse a los nuevos desafíos.


El viejo chacarero que vivía en el campo con su familia y que había aprendido el oficio por la transmisión del conocimiento de sus padres y abuelos, ahora se veía desbordado por las el cúmulo de novedades que aportaban los conocimientos. Hacia mediados del siglo pasado, con la sola excepción de los veterinarios, los profesionales estaban al margen de la producción agropecuaria. Ahora, el sector comenzó a demandar ingenieros agrónomos, químicos y expertos en negocios. El sulky fue reemplazado por la camioneta 4x4 y los nuevos productores se manejaban con celulares, Internet, correos electrónicos y GPS. Hacía falta una nueva generación de productores, con una nueva mentalidad empresaria.


Un productor agrario que vivió estos cambios, describía así la situación:


“Creo que la diferencia estaba en que antes se vivía en el campo y vos, a lo mejor, te quedabas sin plata, y hoy aún viviendo en el campo te pasaría exactamente lo mismo pero hoy tenés una demanda de lo que es la tecnología, que se te produjo un costo fijo. Te hablo del año 30, como puede ser mi papá, no necesitaban plata ellos, agarraban un pollo, lo comían, agarraban el sulky, no necesitaban un litro de combustible, era todo. Pero hoy si no tenés teléfono no marchás, si no tenés una camioneta no podés estar a la altura de… si no tenés un tractor, eh… (…). Se quedaban sin plata, bueno, tenían su pollo o su huertita y se daban vuelta. En cambio hoy hay un montón de costos fijos y tecnologías que si uno no las tiene se queda afuera”. (En La Argentina rural. De la agricultura familiar a los agronegocios. Carla Gras y Valeria Hernández, coordinadoras).


Además, los nuevos paquetes tecnológicos replanteaban el negocio agrario en su conjunto. Los pequeños propietarios debían reordenar su actividad o bien corrían el riesgo de ser expulsados del nuevo negocio agrario. Hacía falta más capital para producir pero, sobre todo, hacía falta una nueva mentalidad.


Muchos de los pequeños productores se adaptaron a las nuevas circunstancias. Otros, cambiaron de actividad. Entre otros factores, la nueva escala productiva requerida, llegó a ser decisiva para reorganizar la actividad. Los pequeños propietarios que comprendieron la situación, ensancharon su actividad y complementaron su pequeño predio productivo con el arrendamiento de una cantidad mayor de hectáreas, que diera racionalidad a la actividad que desarrollaban.


Los cambios, dieron un nuevo sentido al arrendamiento rural. Tradicionalmente, el propietario era un fuerte terrateniente y el arrendatario, el desposeído del sistema, alguien que no había logrado la adquisición de un campo que le permitiera participar del negocio con mejores perspectivas. Los nuevos modos productivos hicieron que una parte de los pequeños propietarios pasaran a arrendar sus campos a los nuevos empresarios agrarios, cuya figura paradigmática es la empresa Los Grobo, propiedad de la familia Grococopatel.


Con los “pool de siembra” ha cambiado la tradicional relación entre propietarios y arrendatarios. Las históricas reivindicaciones de la Federación Agraria respecto de la protección de quienes trabajaban tierras ajenas, demanda una urgente revisión ya que no reflejan la nueva realidad del campo.


Los Grobo producen, sobre todo, en tierras ajenas aunque poseen campos propios que también explotan pero estos últimos no llegan al diez por ciento de los que arriendan en diversos lugares del país y del exterior. Se adjudica a ellos la explotación de unas 150.000 / 200.000 hectáreas en total, de las cuales serían propietarios apenas del 10%. Este nueva visión del negocio y la explotación agropecuaria, se reproduce a escala menor a lo ancho del país. Se trata de los cuestionados “pools de siembra”, que consisten en asociaciones de hecho entre productores a la que se asocian también prestadores del servicio de siembra y cosecha, vendedores de semillas, comerciantes de la maquinaria agrícola y simples inversores que ponen sus ahorros y participan del negocio agrario.


La nueva tecnología pero también los cambios en la demanda mundial de alimentos, que llevaron los precios a las nubes, permitieron que numerosos propietarios de pequeños campos, que en muchos casos no estaban en condiciones de continuar con la actividad agraria por sus propios medios, por razones de escala, pudieran conservar sus tierras y extraer de ellas una importante renta. La nueva dimensión del negocio agrario, a la vez que les impuso nuevas condiciones para producir, los benefició con la valorización de la tierra y de la producción, permitiéndoles mantener su condición de propietarios y vivir del arrendamiento.


Una nueva posibilidad para las provincias



Las provincias del norte argentino viven en una crisis permanente prácticamente desde la fundación misma de la Nación. Nunca se sobrepusieron a la acentuada orientación de la actividad económica hacia el puerto de Buenos Aires.


Históricamente, especialmente Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, Formosa, Chaco, Jujuy y otras, en menor medida, han tenido un bajo nivel de actividad económica, carencia de ofertas de empleo y graves problemas fiscales ocasionados por el un estado que incorpora por miles al empleo público a sus habitantes.


Durante los años en que prevaleció el proyecto de país puramente agrario, el territorio interior, al carecer de productos exportables, se resignó a un secundario e incluso mendicante respecto del poder central.


Algunas de estas provincias (principalmente San Luis, San Juan y La Rioja) lograron un mayor nivel de actividad económica gracias a las leyes de promoción industrial que les permitía afincar fábricas en condiciones sumamente ventajosas que luego se desvirtuaron y contribuyeron a que esos privilegios fueran parcialmente anulados.


Pero las nuevas condiciones del comercio internacional están cambiando esta situación: las nuevas tecnologías han permitido la incorporación a la producción de cereales y oleaginosas, tierras que anteriormente eran consideradas ineptas para ese tipo de producción por razones climáticas o de constitución del suelo.


Las provincias del interior cuentan ahora con una nueva posibilidad para recobrar niveles de actividad de los que carecen desde hace décadas.


La crisis de la Resolución 125



Todo iba bien para el gobierno de los Kirchner hacia marzo de 2008. Néstor Kirchner había terminado su período con encuestas que revelaban un alto grado de opiniones favorables a su gobierno. Se había permitido, incluso, designar a su esposa como sucesora, con la secreta ambición de un retorno posterior que, como iban las cosas en el país, estaba dentro de las posibilidades. Cristina Kirchner había sido elegida en la primera vuelta electoral con el 46% de los votos. Todo iba sobre rieles cuando, en marzo de 2008, tres meses después de asumir el nuevo gobierno, estalló el conflicto con el campo. ¿Qué había sucedido?


Hacia marzo de 2008 el precio de la soja en el mercado internacional iba en aumento. Cotizaba a 600 dólares pero algunos expertos anunciaban que llegaría a los 1.000 dólares por tonelada. Cada vez que su cotización aumentaba, el gobierno elevaba las retenciones (impuesto a las exportaciones) sobre el producto. Y cada vez que lo hacía, el campo protestaba. Por eso, a pedido del gobierno, el joven ministro de economía Martín Lousteau decidió impulsar un nuevo sistema: una tabla de retenciones móviles que en forma automática estableciera el nivel del tributo según fuera el precio internacional de la oleaginosa. La escala era creciente, de tal modo que, ante la expectativa de una suba del producto, el beneficio de la suba iba a las arcas fiscales en porcentajes cada vez más altos.


Y el conflicto estalló.



Se sucedieron paros, movilizaciones, asambleas y cortes de rutas en casi medio millar de lugares distintos en todo el país. Chacareros chicos, medianos y grandes se rebelaron ante la medida y enfrentaron al gobierno.

Los productores eran conscientes de que la devaluación de 2002 más el aumento de los precios internacionales de los cereales y oleaginosas le estaban reportando crecientes beneficios, por eso no se oponían sino tibiamente a las elevadas retenciones que ya padecían. Cristina Kirchner había obtenido amplia mayoría de votos en los pueblos rurales, apenas seis meses atrás. Pero ahora todos se rebelaban contra su gobierno, tres meses después de su asunción.


El gobierno, estaba lejos de entender el significado y la potencia de la protesta. Y muchos argentinos, también. La fuerza de la rebelión agraria fue una sorpresa para la inmensa mayoría de los argentinos que, a partir de ahí, tomaron conciencia de que en el campo argentino, tras décadas de crecimiento silencioso, había una nueva realidad que ahora se hacía evidente.


El gobierno, que había sido paciente con los manifestantes de las llamadas organizaciones sociales y de izquierda, que había absorbido el impacto de la movilización que encabezara Blumberg un par de años atrás, creyó ver una brillante oportunidad para afianzar su autoridad en el marco de un reforzamiento de sus rasgos de peronismo “clásico”. Hasta ahora, la estrategia de identificar un enemigo para luego pulverizarlo y capitalizar el resultado del combate, le había dado resultado. Así había hecho con la Corte Suprema de Justicia, que había rearmado a su gusto y paladar; luego con los derechos humanos (había logrado anular las leyes de obediencia debida y punto final, dictadas durante el gobierno de Alfonsín).


Pese a haber apoyado con inocultable fervor el gobierno de Carlos Menem, una vez en el poder los Kirchner habían creído conveniente demonizar la década de los noventa, como responsable de los males económicos del país y, al renegociar la deuda pública, pretendió que enfrentaba a los grandes poderes mundiales. La cancelación anticipada de la deuda con el Fondo Monetario Internacional había sido vivida como una especie de apoteosis liberadora.


Y en todas esas batallas el gobierno había salido victorioso y fortalecido. La que ahora se presentaba, no podía venirle mejor. Esta vez enfrentaría nada menos que a la oligarquía, el antiguo poder desplazado por Perón y cuya sola mención concitaba el rechazo popular desde los inicios mismos del peronismo.


El temperamento kirchnerista no es, tampoco, un rasgo que pudiera facilitar negociación alguna. Nada había para discutir. “Los quiero de rodillas”, llegó a decir Néstor Kirchner, en ejercicio del poder verdadero.


Pero las cosas salieron mal. Algo falló en el cálculo previo. ¿Qué fue lo que pasó?


Como hemos intentado explicar más arriba, el agro de 2008 distaba mucho del que recibió a Perón en 1946. Se trata del sector más eficiente de toda la economía nacional y, en su rubro, uno de los más productivos del mundo. El agro argentino está en la cúspide de la tecnología y productividad mundiales.


Dos tercios de las exportaciones argentinas corresponden a productos primarios y manufacturas de origen agropecuario. Según expertos en el sector, si bien la producción agropecuaria representa el 8% del Producto Bruto Interno, el conjunto de la producción vinculada al agro (fábrica de maquinarias agrícolas, fábricas de alimentos, producción de agroquímicos, comercios, etc), llegan al 30% del PBI. La vieja oligarquía que producía a niveles muy por debajo de los potenciales, había sido reemplazada, en los últimos sesenta años, por un entramado social complejo y diversificado, que incluía peones rurales, pequeños propietarios, arrendatarios, ingenieros agrónomos, locadores de maquinaria agrícola, pooles de siembra y una extensa gama de actividades que daba vida a los pueblos y pequeñas ciudades de todo el país.


El enfrentamiento con “el campo” significó un claro error de evaluación y desconocimiento de una realidad social y económica que, hasta ese momento, no había tenido una expresión política manifiesta (Nota 2). “El campo”, que desde cinco años atrás vivía una época de prosperidad debido a la devaluación y a los elevados precios del mercado mundial, pedía tener una silla en la mesa donde se toman las decisiones importantes del país. Pedía tener una representación política acorde con su importancia económica.

No hubiera sido muy difícil negociar con el sector, establecer criterios más moderados de tributación. Pero el gobierno, conforme a su estilo y víctima de una ideologización del conflicto que lo alejó de la realidad, eligió el camino de la confrontación. Y le fue mal: allí comenzó el deterioro político que luego se reflejó en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la pérdida de las mayorías parlamentarias y en la clausura del proyecto kirchnerista de permanencia en el poder por cuatro o cinco períodos.


La reacción del peronismo cuarentista



Desde el punto de vista ideológico, la respuesta que el gobierno dio a la rebelión de los productores agropecuarios abrevó en los postulados del peronismo clásico. El gobierno creyó ver la oportunidad de poner blanco sobre negro (2) y, de ese modo, reeditar el enfrentamiento del ’45 entre el pueblo y la oligarquía. No tuvo en cuenta que la estructura productiva y social de 2008 ya no era la de sesenta años antes.


Hicieron fila para apoyar al gobierno contra los grandes terratenientes personajes como Antonio Cafiero, Pino Solanas y el grupo de economistas cepalinos nucleados en el Plan Fénix y acaudillados ideológicamente por Aldo Ferrer.


Cafiero salió rápidamente al cruce del “antiperonismo irredento”… “que evoca un pasado gorila que creíamos definitivamente superado”. Para el ex dirigente peronista, el movimiento agrario era la expresión de “muchos propietarios latifundistas” y comparaba la situación con la existente pocos días antes del golpe cívico-militar de 1976 contra el gobierno de Isabel Perón: “Hoy han vuelto a la carga. Cegados por la buena prensa de ciertos argumentos absurdos, algunos sectores de la sociedad razonan como si el dinero público asignado a las políticas sociales sólo fuera un despilfarro demagógico de los gobernantes de turno”.


Preocupado por la expansión de la producción sojera a expensas del bosque nativo, Pino Solanas encuentra problemático el hecho de que “nos estamos transformando de productores de alimentos en proveedores de forrajes para el mercado mundial”. Entre tanto discurso nacionalista, Solanas no deja de apoyar al gobierno contra el campo, respecto del tema que se discute en ese momento preciso: “La política de retenciones es justa y la han utilizado todas las naciones para desarrollarse”, dice. Y utiliza uno de los argumentos centrales del gobierno: “Pero debe distinguirse a los pequeños e indefensos productores, de los grandes y la Sociedad Rural. No se puede meter a todos en la misma bolsa ni ocuparse sólo de las explotaciones de la Pampa Húmeda, mientras se abandona al conjunto de los demás cultivos agrícolas y frutícolas del país”, afirma. Tanto fervor en la defensa del “pequeño productor” denota una incomprensión de la naturaleza del conflicto y un desprecio sobre los chacareros que producen el grueso de las exportaciones argentinas. Por otra parte, la extensión de los cortes de ruta a lo largo y ancho del país demostró que los idealizados pequeños productores eran los que más padecían las políticas del gobierno y los más enérgicos e intransigentes a la hora de resistirlas.


Por su parte, el grupo de economistas agrupados en el Plan Fénix, también hizo oír su voz en medio del conflicto. Sus opiniones no podían ser más previsibles: se alineó con el gobierno nacional, contra los productores agropecuarios. Acepta que “el modelo de país a construir… debe combinar, necesariamente las ventajas comparativas del agro con una creciente capacidad industrial. El país deberá crecer, en cantidad y diversidad, sobre la base de una producción tanto agropecuaria como industrial, así como de los servicios…”.


Luego, como es habitual en este grupo de economistas, se recuestan cómodamente en la enunciación de generalidades, evitando el análisis concreto de los hechos (y, por lo tanto, político) de la cuestión planteada. Esta preferencia por el pronunciamiento ideológico es, probablemente, lo que ha mantenido lejos del poder a este grupo de economistas. ¿Cuál era la cuestión que desató el conflicto? ¿Las retenciones al agro? No: el problema que se discutía, al menos desde el agro era el quantum de las retenciones, su nivel, que los productores consideraban excesivo. Ninguna de las entidades agropecuarias planteaba la eliminación de las retenciones sino que cuestionaban su elevado nivel y, particularmente, su tendencia a aumentar luego de la Resolución 125 que apropiaba para el gobierno los aumentos futuros en el precio de la soja.


En tal contexto, los economistas del Plan Fénix aportan una obviedad: “la indudable pertinencia de la apropiación social de una porción de la renta originada en las exportaciones primarias”. Y esto es algo que no está en discusión. Lo que se discute es el nivel de ese tributo y, concretamente, el porcentaje a partir del cual esa carga impositiva se torna insoportable para el sector. Pero los economistas del Plan Fénix insisten: “La apropiación social de la renta proveniente de los recursos naturales (como la pampa húmeda o los yacimientos mineros) constituye una práctica universalmente aceptada” y luego explica al modo del maestro de Siruela lo importante que son las retenciones, concepto general sobre el que puede haber general consenso. Pero para dar fuerza a este argumento genérico y puramente ideologista, se ven obligados a deformar y caricaturizar la reivindicación del agro adjudicándole la pretensión de la eliminación total de las retenciones, hecho completamente falso.


Los argumentos de unos y otros


Si bien la relación entre el gobierno de los Kirchner y el campo nunca transcurrió por momentos de paz y concordia e incluso aún permanecen importantes rispideces y desacuerdos, el tramo más crítico del enfrentamiento transcurrió entre el dictado de la Resolución 125, que establecía el sistema de retenciones móviles, y la madrugada del 17 de julio, fecha en que el Senado rechazó el intento oficial de una aprobación parlamentaria de esa medida.


El envío al Congreso de un proyecto de Ley que refrendara el decreto presidencial con el sistema de retenciones móviles había sido considerado por el oficialismo como un mero trámite ratificatorio pues, hasta ese momento, el gobierno nacional contaba con mayoría absoluta en ambas cámaras legislativas. De este modo, se pensaba, con el respaldo parlamentario, el sector agrario quedaría aislado y todas sus manifestaciones y reclamos podrían fácilmente ser catalogados como anti democráticos pues los poderes del estado quedaban dueños absolutos de la legalidad y, enfrente, los productores agrarios, enfrentados a las instituciones de la nación, quedaban como ambiciosos y egoístas que privaban a los más pobres de su alimento y se negaban a compartir sus ingresos con el resto de la sociedad. Pero algo falló en el cálculo oficial.


Desde el comienzo mismo del conflicto, el gobierno intentó poner al sector rural en el lugar de los enemigos de la patria y del pueblo, cuya representación exclusiva asumía la presidenta que, como ella se encargaba de recordarlo en cada discurso, había obtenido el 46% de los votos hacía apenas 6 meses. De este modo, los productores rurales se estaban rebelando contra la autoridad legítimamente constituida y lo hacían porque no querían compartir con el resto de los argentinos su buen pasar económico. El oficialismo, ayudado por la prensa oficialista (Página 12, Infobae, Canal 9, Radio 10, Canal 7, Telefé, Revista Veintitrés, Revista Debates y muchos más) y por los intelectuales de Carta Abierta, más los movimientos sociales alimentados por el erario público, intentó reeditar la dicotomía de los cuarenta: de un lado el pueblo empobrecido, del otro la oligarquía ávida de consumos suntuarios y acumulación voraz de riqueza.


Pero a medida que pasaban los días, el conflicto se profundizaba y los productores rurales rebelados contra el gobierno encontraban más y más apoyo en las grandes ciudades, además de los pueblos del interior, cuyas actividades giraban en torno a la producción agropecuaria. El gobierno probó todo, sin éxito.


En un primer momento intentó argumentar a favor de la racionalidad económica que supone desalentar la producción de soja, en beneficio de otros productos agrarios. Hacia fines de marzo, en un acto en Parque Norte, Néstor Kirchner –que no tenía ningún cargo institucional pero que en los hechos era quien gobernaba- afirmó: “Necesitamos que no se sojice todo nuestro campo, necesitamos más productores de trigo, de maíz, de leche, de carne”. Los argumentos eran pobres y oportunistas. El trigo no compite con la soja, el maíz sí. Pero ambos abastecen con creces el consumo local. En el caso de la leche y la carne, fueron las políticas oficiales las que, a lo largo de varios años, fueron desalentando estas producciones en beneficio del cultivo de soja. El cierre de tambos y la creciente liquidación de vientres eran una muestra de la baja rentabilidad de ambas actividades. Reestablecerlas puede llevar varios lustros. El aumento del precio de la carne hacia comienzos de 2010 es una consecuencia directa de la baja producción y del desaliento que cunde en el sector pecuario.


Otra estrategia que intentó el gobierno fue la de intentar separar a los pequeños productores de los más grandes. Unos, son los esforzados productores rurales que trabajan la tierra de sol a sol; los otros, son la oligarquía, los grandes terratenientes, los latifundistas que se creen dueños del país. Si el gobierno pensaba que esto era cierto, es que había descuidado el estudio y conocimiento del agro argentino durante las últimas décadas que, como ya dijimos, había cambiado su estructura tradicional y se había transformado en un sector dinámico, productivo, promotor y protagonista del cambio tecnológico y con una eficiencia que lo colocaba en la cúspide mundial de la eficiencia productiva.

Y, justamente, los más pequeños productores, los propietarios de tierras marginales y de menores rindes, eran los que más padecían las medidas del gobierno, que recortaban –a través de las retenciones- el precio total de los productos, con lo cual perjudicaban en mayor medida a los productores más débiles. El gobierno intentó quebrar el frente agrario ofreciendo condiciones beneficiosas a los productores más pequeños (fletes baratos, retenciones más bajas, etc.), algo que también se solicitaba desde la Mesa de Enlace pero estas soluciones no sólo eran confusas y de difícil aplicación práctica sino que, además, los pequeños productores sabían, por experiencia, que estos reintegros y beneficios nunca se concretaban y terminaban durmiendo en los de la indolencia burocrática en la Capital Federal.


El ministro Martín Lousteau, que había ideado el mecanismo de retenciones móviles y que terminó renunciando en medio del conflicto, peleado con el gobierno, esgrimía un argumento revelador: “la soja desplaza y encarece otras actividades”, lo cual es muy cierto pues encarece el precio de la tierra y tienta a los propietarios con el abandono de otras actividades menos rentables para volcarse a la siembra de soja, de mayor rentabilidad. Lousteau daba como ejemplo que 100 hectáreas destinadas a la producción de soja sólo agregaba un puesto de trabajo contra quince que podría generar esa misma superficie si se destinara al cultivo de algodón.



Es curioso oír a un ministro de economía pedir que los productores se vuelquen hacia actividades de menor rentabilidad, con el argumento de que ellas absorben más puestos de trabajo. Sería como aconsejar a un industrial que no incorpore tecnología, con el mismo argumento. El titular de la Sociedad Rural Argentina Luciano Miguens le contestaba que “el empleo que genera la soja no son sólo los dos hombres que están en el campo, también está el trabajo generado por la investigación en la semilla, la maquinaria agrícola de altísima precisión, los servicios, el transporte e incluso la industria, porque la soja se transforma en aceite y biodiésel”.


Los días pasaban y el conflicto continuaba sin resolverse. Quienes elaboraban encuestas daban cuenta de una caída en la imagen del matrimonio presidencial. Muchos de quienes habían votado al oficialismo en octubre de 2007 ahora se mostraban desilusionados por la incapacidad del gobierno para destrabar un conflicto que se extendía ya durante meses. Adjudicaban al gobierno extrema intransigencia en las negociaciones. En la prensa se había filtrado una presunta frase de Néstor Kirchner, verdadero presidente tras el trono, quien habría afirmado que quería ver de rodillas a los dirigentes agrarios.


Casi dos meses después de iniciado el conflicto y con las negociaciones empantanadas por la dureza oficial, la presidenta lanzó un plan social con el dinero de las retenciones. Los montos que se discutían serían destinados a la construcción de escuelas, hospitales, caminos rurales y viviendas. De este modo, si los productores seguían reclamando, entonces quedaría sumamente claro que se negaban a que los pueblos del interior del país cubrieran sus necesidades y perdieran las obras que el gobierno acababa de prometer.


Pocos días después, el vicepresidente Julio Cobos hizo un llamado para que el conflicto se solucionara en el Congreso. Al día siguiente hubo manifestaciones en varias ciudades del país. Fue en ese momento que el matrimonio presidencial decidió jugar su carta más decisiva: mandar al parlamento un proyecto de ley para que las retenciones tengan status legal. “La democracia se defiende con más democracia y las instituciones se defienden con más instituciones”, dijo. Y agregó: “Esta medida de las retenciones móviles que tanto revuelo ha causado a un sector que hace 90 días corta rutas, voy a enviarla al parlamento como proyecto de ley por si no les basta con esta presidenta, que hace seis meses obtuvo el 46% de los votos”. Segura de una aprobación rutinaria, Cristina Kirchner enfatizó: “Son los representantes del pueblo, elegidos en elecciones libres, democráticas y sin proscripciones, los que deciden, deliberan y ejecutan”.



Con el envío de un proyecto de ley al Parlamento, el gobierno nacional pensaba doblegar al campo con el peso de institucional de ambas cámaras legislativas, que se sumaban a la voluntad del Poder Ejecutivo en una misma dirección. Con una ley de por medio, la situación de las entidades agropecuarias, pensaba el ejecutivo, se tornaría sumamente débil pues su rebelión podía ser catalogada, como ya lo estaban haciendo los intelectuales de Carta Abierta, como un intento sedicioso, una tentativa de derrocar al gobierno que había sido elegido pocos meses atrás.



En la Cámara de Diputados, el oficialismo obtuvo una victoria relativamente cómoda: 129 votos a 122. Se sumaron al proyecto oficial algunos aliados del progresismo independiente como la aliada de Luis Juez, Cecilia Merchán, el diputado elegido por el PRO pero rápidamente pasado al bando oficialista, Eduardo Borocotó y el militante izquierdista Miguel Bonasso. Pero el gobierno perdió a varios votantes habituales de sus proyectos: Graciela Camaño, Felipe Solá y otros diputados relevantes que hasta ese momento habían acompañado al kirchnerismo sin objetar ningún aspecto de su política.



Tras la aprobación en Diputados, el proyecto pasó al Senado de la Nación donde las fuerzas eran más parejas pero, se pensaba, de todos modos el oficialismo no tendría mayores problemas para su transformación en ley. Pero algo salió mal. En una maratónica sesión que duró hasta las 5 de la madrugada del 17 de julio, con la presencia de la totalidad de los representantes de los 24 distritos, oficialismo y oposición empataron y fue el vicepresidente Julio Cobos quien decidió el rechazo de la iniciativa oficial con su voto “no positivo”.


La inesperada derrota parlamentaria en modo alguno abrió una mejor perspectiva de negociación entre el gobierno y el sector rural. Más bien al contrario: el concepto político que sobrevuela la Casa Rosada, excluye la negociación, la conciliación de intereses contrapuestos o cualquier forma de acercamiento entre los sectores económicos y políticos que integran la vasta gama de intereses y que son comunes en toda sociedad. Tras la derrota, el gobierno se cerró aún más en sus posiciones e hizo todo lo posible para evitar toda negociación.


Pero algo se había quebrado durante la crisis del campo. El kirchnerismo había logrado un porcentaje importante en las elecciones presidenciales de octubre de 2007 pero pocos meses después muchos de sus votantes ya los habían abandonado. La crisis del campo puso en relieve, por partedel gobierno, una baja capacidad de negociación y de resolución de conflictos que son habituales. La migración de votantes pudo verse claramente en los meses siguientes. El gobierno, acosado también por la crisis mundial, y consciente del progresivo deterioro de su imagen, decidió adelantar las elecciones legislativas, originariamente previstas para octubre de 2009. Realizadas el 28 de junio, revelaron una caída estrepitosa de los votos oficialistas. Del 46% obtenido en 2007, el kirchnerismo arañó el 30% en todo el país. La movilización del campo cambió la relación de fuerzas en la política argentina y sentó las bases para un nuevo alineamiento político y económico en el país. (Nota 3).


Hacia un nuevo escenario productivo


La rebelión del campo contra el gobierno de los Kirchner plantea un nuevo escenario productivo y político para la Argentina que viene.


Tras la crisis del 30 y el gobierno del peronismo (1946-1955), los productores agropecuarios perdieron una cuota de poder que nunca recuperaron. La mengua de ese poder se correspondió con la pérdida de importancia económica del sector rural en el conjunto de la economía nacional.


Durante largos años, a partir de los sesenta, el sector ha trabajado silenciosamente y se ha reposicionado a fuerza de investigación, inversión y eficiencia. La coyuntura mundial existente a partir de comienzos de siglo, producto de la reformulación de las economías de China e India, ha favorecido su solidez productiva y su capitalización.


En esa circunstancia es que el campo se siente con fuerza como para replantear, al conjunto de la sociedad argentina, su lugar en la economía y la política nacionales. Ese y no otro es el significado último de la rebelión de los productores.


En el nuevo escenario mundial, ya no puede hablarse del agro como “la primera ola”, el símbolo de una economía primitiva y desaconsejada por los economistas por su poco aporte de valor agregado y sus métodos productivos arcaicos.


La relación entre el agro y la industria merece ser replanteada a la luz de las nuevas realidades económicas mundiales. Dos tercios de nuestras exportaciones son materias primas o bien manufacturas de origen agropecuario. La mejora de los precios internacionales y la capacidad de respuestas del agro argentino han permitido al país crecer a tasas gigantescas desde 2002 y también han posibilitado superar la crónica falta de divisas que en reiteradas ocasiones frenó el crecimiento de otros sectores económicos.


Asimismo, durante todos estos años, el aporte del sector agrario al presupuesto nacional ha posibilitado la eliminación del déficit, también crónico, del presupuesto nacional. En tal circunstancia, agredir al agro, horadar su capacidad productiva, transformarlo en enemigo del interés nacional, sólo puede traer consecuencias perniciosas para el conjunto de la economía nacional, además de agrietar la relación entre los argentinos.


La producción agropecuaria constituye uno de los aportes más importante con que cuenta la Argentina para transformar su economía y multiplicar su producción en todos los órdenes. Muchas veces el tipo de cambio y los precios internacionales han permitido que contribuya cuantiosamente al sostenimiento de la estructura del estado. Su rol en el logro de los equilibrios macroeconómicos sustanciales, es innegable. Considerar al sector como enemigo de la patria no ayuda a la construcción de una nación más sólida y desarrollada.



Nota 1
Jorge Abelardo Ramos y Jorge Enea Spilimbergo, que lideraban el Partido Socialista de la Izquierda Nacional, fueron quienes utilizaron la categoría “renta diferencial” para explicar la ganancia extraordinaria de los productores de la pampa húmeda argentina debido a la fertilidad natural del suelo.


Ambos atribuían esta categoría a Carlos Marx. Sin embargo, pertenece a la economía clásica. En efecto, en su obra principal Adam Smith dice:


“La renta (de la tierra) sube o baja en proporción a la bondad del pasto. En el caso de que sean buenos, no sólo la misma extensión de terreno mantiene un mayor número de cabezas, sino que, necesitando menos espacio, disminuye el trabajo necesario para apacentarlas y obtener el producto. El propietario gana de dos maneras: por el aumento del producto y por la disminución del trabajo que se uede sostener con aquél” (Investigación sobre la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones. Capítulo XI. Parte I. FCE 1979. Página 142/143).



Flichman, en cambio, adjudica la introducción del concepto de “renta diferencial” para el análisis de la fisiología del campo argentino, al politólogo Ernesto Laclau, por un escrito suyo de 1969. Hay que recordar que Ernesto Laclau militó junto a Ramos y Spilimbergo entre 1962 y 1968, momento en que decidió radicarse en Inglaterra. En su paso por el PSIN, es probable que Laclau haya leído el texto “Clase Obrera y Poder” (1962), redactado por Spilimbergo donde ya se habla de la “renta diferencial” para explicar las super ganancias del campo argentino.


Nota 2

Ernesto Laclau y su esposa Chantal Mouffe, politólogos de renombre internacional, aparecen como los mentores o ideólogos del kirchnerismo.


Con medio siglo de mora, una franja de los sociólogos europeos parecen haber descubierto que, después de todo, el “populismo” no es tan malo y que se trata de una construcción política que han encontrado los países subdesarrollados para enfrentar los desafíos que le plantea el escenario mundial.


Claro que la denominación de “populismo” es abarcativa y difusa. Comprende movimientos de distinta naturaleza y sirve para calificar tanto a los encabezados por George W. Bush como al venezolano Hugo Chávez y Néstor Kirchner.


El nivel de abstracción de los razonamientos de ambos puede atisbarse, desafiando el tedio, en La razón populista o bien en El populismo como espejo de la democracia.

Uno de los capítulos más importantes de esta visión europea consiste en identificar la política con el antagonismo, con el enfrentamiento, con el conflicto. Considera que es central “la construcción del enemigo”. Sin duda, Néstor Kirchner, hombre de temperamento atrabiliario, ha de sentirse muy cómodo en las aguas de esta visión.


Alejado del país hacia fines de los sesenta y probablemente muy absorbido por sus estudios sobre “significantes tendencialmente vacíos” y otros conceptos igual de profundos, probablemente Laclau haya descuidado actualizar su percepción de la realidad argentina. En el conflicto entre el gobierno y el campo, eso ha sido muy claro.


Nota 3

En medio del conflicto entre el gobierno y el campo, salió a luz un escándalo de corrupción que pese a ser denunciado por varios diputados, senadores y también por la prensa, con el paso de los meses, pasó al olvido.

Se trata de una maniobra de las empresas exportadoras de granos que, al percibir o contar con información precisa acerca de un aumento en la alícuota de las retenciones, registraban exportaciones en forma “preventiva” (con los viejos porcentajes de retenciones), beneficiándose con la diferencia entre las antiguas retenciones, más bajas, y las nuevas retenciones.

Esta maniobra fue puesta en evidencia por el diputado nacional Rafael Martínez Raymonda, que presentó un proyecto de ley para corregir esta situación y que fue aprobado por unanimidad en la Cámara de Diputados de la Nación.

Sin embargo, al pasar al Senado, el senador por Córdoba Roberto Urquía, propuso una “modificación formal” a un párrafo, con la cual anulaba parcialmente el efecto del proyecto que ya venía sancionado de la Cámara de Diputados. Increíblemente, la modificación propuesta por Urquía fue aprobada en Senadores y luego también en Diputados, lo cual nos hace pensar seriamente en la falta de información y la liviandad de nuestros legisladores nacionales, incapaces de defender los ingresos del estado nacional ante una maniobra como ésta, que beneficia a los exportadores en perjuicio de los productores y el fisco nacional. Esta maniobra permitió embolsar a los exportadores, indebidamente, una cifra que se estima en 1.700 millones de dólares.

La misma observación fue realizada por un grupo de diputados afines al

gobierno nacional: Claudio Lozano, Eduardo Macaluse, Verónica Benas, Martínez Garbino y Lisandro Viale, en un escrito presentado en los días previos al debate de las retenciones móviles en la Cámara de Diputados.

En ese trabajo, titulado Definiciones previas para el debate parlamentario sobre las retenciones móviles, los autores sostienen: “Previo al aumento decretado el 10 de noviembre (de 2007), es decir cuando la retención sobre la soja estaba en el 27.5%, el total exportado fue de US$ 11.608,3 millones, y el total de lo recaudado por retención fue de US$ 2.623,2 millones. Es decir que se recaudó apenas el 22,6% del volumen exportato. Sin embargo, la recaudación fiscal tendría que haber sido de US$ 2.902,4 millones. La diferencia de US$ 279,1 millones es la pérdida de recaudación por parte del Estado, que pagada por los productores es apropiado por los exportadores”.

A conclusiones similares llegan Mario Cafiero y Javier LLorens en su trabajo “La falacia de las retenciones móviles”. Allí sostienen los autores: “Las retenciones móviles habrían sido dictadas en directo beneficio de los exportadores de granos. Esta afirmación aunque parezca temeraria, tiene su fundamento en el hecho que hacia fines del año pasado, al compás de que la soja llegaba a su máximo nivel de precios históricos, los exportadores presentaron declaraciones juradas de venta al exterior por volúmenes desproporcionados con el objeto de congelar las retenciones a pagar, cuya suba se concretó inmediatamente después con la resolución 369.

Pero seguidamente, en forma inesperada, por la irrupción de la especulación financiera internacional, la soja siguió subiendo ininterrumpidamente, hasta llegar en marzo de 2008 al doble del valor que tenía en el 2007. Esto le jugó en contra a los exportadores de granos. No podían efectivizar las masivas ventas anticipadas, comprando en el mercado interno a precios muy superiores a los precios de exportación ya fijados.

Necesitaban imperiosamente que los precios se retrotrajeran a noviembre del año anterior. Y el gobierno cómplice de la maniobra les dio la mano salvadora, dictando la medida de las retenciones móviles”.

Más adelante los autores se preguntan “¿Cuánto hubiera recaudado el fisco si a los permisos de embarque se les aplicara la alícuota de exportación vigente en cada momento y no las congeladas mediante las Declaraciones Juradas de Ventas al Exterior (DJVE)?

CONTENIDO

PANORAMA POLÍTICO SEMANAL
por Jorge Raventos
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ANESTESIA SIN CIRUGÍA
por Diana Ferraro

PRODUCCIÓN Y CONSUMO: UN DILEMA ARGENTINO
por Víctor E. Lapegna

2011: ¿Y AHORA QUÉ?
por Diana Ferraro

UNA LECTURA DE LA BATALLA DE VILLA SOLDATI
por Victor E.Lapegna

LA MALA VIDA
por Claudio Chaves

LA RESTAURACIÓN LIBERAL
por Diana Ferraro

A GRANDES MENTIRAS, GRANDES VERDADES
por Diana Ferraro

LA MUERTE DE KIRCHNER PRIVA AL GOBIERNO DE SU VIGA MAESTRA
por Jorge Raventos

LA UNIFICACIÓN DEL PERONISMO
por Diana Ferraro

RETENCIONES: NO A LA SEGMENTACIÓN
por Gabriel Vénica

EL TIEMPO DE LOS POROTOS
por Diana Ferraro

KIRCHNER: CAPITALISMO DE AMIGOS Y PARTIDO DEL ESTADO
por Pascual Albanese

EL PERONISMO LIBERAL Y MAURICIO MACRI
por Diana Ferraro


ARGENTINA EN LA ECONOMIA GLOBAL - I y II
por Domingo Cavallo


EL PERONISMO LIBERAL Y EL DERECHO DE FAMILIA
por Diana Ferraro

EL DESFILADERO
por Diana Ferraro

HUMOR
por Enrique Breccia


ANOTACIONES SOBRE LOS CAMBIOS EN EL AGRO ARGENTINO (DE ANCHORENA A GROBOCOPATEL)
por Daniel V. González

EL DISCURSO SIN CANDIDATO
por Diana Ferraro

LA SECRETARÍA DE CULTURA Y EL RETROPROGRESISMO
por Claudio Chaves

DESCENTRALIZACIÓN: LA LLAVE DE LA NUEVA ECONOMÍA
por Diana Ferraro

LA V DE LA VENGANZA
por Claudio Chaves

ALGUNOS PROBLEMAS DEL POPULISMO
por Daniel V. González

PERONISMO PORTEÑO: PROPUESTA
por Victor Eduardo Lapegna

LA REVOLUCIÓN SIN NOMBRE
por Diana Ferraro

FEDERALISMO O POPULISMO
por Claudio Chaves

ELOGIO DE LA VERDAD
por Diana Ferraro

CONDUCCIÓN, CONDUCCIÓN
por Diana Ferraro

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
por Claudio Chaves


LOS BOQUETEROS Y EL PERONISMO FEDERAL
por Diana Ferraro

QUÉ QUEDÓ DE LA VIEJA IZQUIERDA
por Claudio Chaves


EL CAPITAL POLÍTICO
por Diana Ferraro

LOS MOTORES DEL CAMBIO
CIPPEC

DINERO Y CRÉDITO
por Domingo Cavallo

RETENCIONES CERO
por Gabriel Vénica

LOS MOTORES DEL CAMBIO
Los Productores Autoconvocados

LA AGONÍA ARGENTINA
por Diana Ferraro

10 RAZONES FEDERALES PARA DECIRLE NO AL AUMENTO DE LOS IMPUESTOS
por Gabriel Vénica


EL CAPITAL DEL PUEBLO
por Diana Ferraro

EL PODER EJECUTIVO DESAFÍA LA LEGALIDAD
por el Senador Carlos Saul Menem

LA HOJA DE RUTA DEL PERONISMO LIBERAL
por Diana Ferraro

EL PERONISMO Y UN NUEVO BLOQUE HISTÓRICO
por Jorge Raventos


DOCUMENTO CONFEDERACIÓN DE AGRUPACIONES PERONISTAS PORTEÑAS

LA FUSIÓN PERONISTA-LIBERAL
por Diana Ferraro

EL LIBERALISMO Y LA CONSTRUCCIÓN DE PODER
por Jorge Raventos


CONSENSO PARA EL PROGRESO
por Domingo Cavallo

UNA REORGANIZACIÓN DEMOCRÁTICA DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS
por Víctor Eduardo Lapegna

LA PRUEBA HISTÓRICA DE UN FRAUDE INTELECTUAL
por Domingo Cavallo


A LA BÚSQUEDA DE UN NUEVO MODELO PRODUCTIVO Y DEL BIENESTAR
por Armando Caro Figueroa


LA POBREZA EN LA ARGENTINA Y COMO COMBATIRLA
por Víctor E. Lapegna


ES MEJOR SUBSIDIAR LA NUTRICIÓN
por Juan J. Llach y Sergio Britos

PRESENTACIÓN DE PERONISMO LIBRE
por Diana Ferraro


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